"EL CABALLO DE FUEGO"…Por: Felipe G. Huamán Gutiérrez
Para llegar a mi centro de trabajo, caminaba por senderos de herradura. Muchas veces, debido al calor, comenzaba mi viaje en la madrugada, a las dos o tres de la mañana, y llegaba cuando los pajarillos comenzaban a cantar, y los primeros rayos del sol acariciaban las cumbres de los cerros, que se aclaraban en el horizonte. Aquella brisa helada de la madrugada serrana que rozaba mis mejillas era algo mágico, una bienvenida que en la madrugada me renovaba el ánimo.
Recuerdo una noche que emprendí el camino desde la Comunidad
Campesina de Mallay, situada a más de 3,500 msnm, aproximadamente a las diez y
media. Descendí por una hora hasta llegar al fondo de la quebrada, a la
Estación de Tectahuain, donde el Río Churín cruza en silencio bajo el puente.
Pasando el río, continué por la carretera en dirección hacia Oyón, mi linterna
y mi radio-casetera Sanyo como únicas compañeras, mientras huaynos de la zona
resonaban en la noche.
Caminaba a paso ligero, por la carretera, cuando en la
distancia noté un reflejo que se movía entre los cerros. "Debe ser un
camión de las minas de Raura", pensé, con la confianza de alguien que ha
aprendido a reconocer cada sonido y cada luz en esas rutas solitarias. Pero
mientras la luz se acercaba, algo no encajaba. No escuchaba el característico
rugido del motor cargado de minerales; todo era silencio, y la luz continuaba
avanzando, cada vez más intensa. Comencé a sentir una sensación de incomodidad,
luego una inquietud más profunda. En aquella oscuridad, rodeado de cerros que
parecían cerrarse sobre mí, sentí el frío sudor de un miedo inexplicable.
Decidí apartarme de la carretera, me escabullí entre los
arbustos, observando en silencio mientras la luz continuaba acercándose sin
emitir ningún sonido. Fue entonces cuando escuché un relincho y el trote de un
caballo. El sonido me hizo dudar de lo que estaba viendo: al acercarme un poco
más, pude ver que un caballo corría por la carretera, pero no parecía montado
ni perseguido. Y entonces lo noté: el resplandor no provenía de un camión ni de
ningún faro, sino del propio caballo. Su cola ardía, una llama iluminaba su
camino como si fuera una antorcha en la oscuridad de la noche.
Me quedé paralizado, con la piel de gallina. ¿Qué criatura
era esa? ¿Cómo podía ser? Permanecí escondido, agachado en el monte, temiendo
cualquier movimiento que pudiera delatarme. Observé, fascinado y aterrorizado,
cómo el fuego en su cola brillaba y ondeaba al ritmo de su galope, iluminando
las rocas y el sendero como un relámpago. Cerré los ojos, esperando lo peor,
inmovilizado por el miedo y el asombro, hasta que el relincho comenzó a
desvanecerse y la luz a reducirse, alejándose carretera abajo, en dirección a
Churín. Lentamente, la noche recuperó su oscuridad y el silencio envolvió de
nuevo a los cerros.
Desconcertado, aún cegado por la intensidad de aquella
visión, me levanté, tomé mi linterna y continué mi camino, mirando atrás de vez
en cuando, aún temeroso. Al llegar a la estación de Yanamayo, me aparté de la
carretera y subí por un sendero de herradura, un poco más tranquilo, sintiendo
que había vuelto a nacer. Como decían los abuelos, parecía que mi alma había
regresado a mi cuerpo.
Finalmente, agotado, llegué en la madrugada a la Comunidad
Campesina Santo Domingo de Nava, sano y salvo, aunque estremecido. Así son las
cosas para un maestro andino; quizás sea simplemente un encuentro con el
misticismo de nuestras montañas.
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