EL REFUGIO EN EL MAESTRO…Por: Felipe Huamán Gutiérrez.

Cierta mañana, al llegar al colegio, como de costumbre, el portero-guardián conocido por todos como “el chino” ya estaba en la puerta, vigilando el ingreso de los niños. Al verme, se me acercó y me relató lo ocurrido unas horas antes:

—Profesor, a eso de las seis de la mañana tocaron insistentemente la puerta del colegio. Cuando abrí, era un niño. Estaba llorando, vestía ropa de dormir y llevaba una mochila colgada del brazo. Le pregunté: ¿A quién buscas? Y me respondió: “Al director, al profesor Felipe”. Como usted todavía no había llegado, le dejé entrar. Fue directo a la puerta de su oficina y, al verla cerrada, se sentó frente a ella a esperar.

Tras escuchar al portero, me dirigí al interior del colegio. Apenas me vio, el niño se levantó de golpe y corrió hacia mí. Me abrazó con fuerza, llorando desconsoladamente. Me incliné para abrazarlo también y, en ese instante, sentí en sus manos frías y temblorosas la profundidad de su dolor. Había en él una ausencia palpable de afecto y buen trato.

Abrí la puerta de mi oficina y lo hice pasar. Le pedí que se secara las lágrimas y, con calma, le pregunté:

—¿Por qué lloras?

El niño, mirándome como si buscara refugio, respondió:

—Mi mamá me encargó cuidar a mi hermanito, pero se cayó. Entonces mi papá me empezó a castigar con una correa.

Intentando calmarlo, le dije:

—Puedes confiar en mí. Aquí nadie te hará daño. Yo te voy a proteger.

Volví a preguntar:

—¿Tu mamá no te defendió?

El niño bajó la mirada y respondió:

—No. Cuando intenté escapar, ella me detuvo en la puerta. Pero luego, en un descuido, logré huir y vine al colegio.

Al escuchar esto, le pregunté cuán fuerte había sido castigado. Con timidez, señaló su espalda y sus nalgas, diciendo:

—Muy fuerte, me duele aquí.

Le pedí que me mostrara y vi las marcas de los azotes. Había heridas recientes que evidenciaban el maltrato. Tratando de infundirle algo de calma, le sugerí:

—Ve al baño, lávate la cara y péinate un poco.

Cuando regresó, le tomé de la mano y le dije:

—Vamos a buscar a un amigo que puede ayudarte. Él hablará con tu papá para que esto no vuelva a pasar.

Antes de salir, informé al portero que regresaría pronto. Caminamos juntos hasta la fiscalía, donde expuse lo sucedido. La fiscal, tras escuchar mi informe, habló con el niño con amabilidad, dándole confianza. Luego me dijo que ella se encargaría del caso y me pidió que volviera al colegio.

Me despedí del niño, asegurándole:

—Cuando todo termine, te espero en el colegio.

Él, mirando a la fiscal y luego a mí, asintió.

Al día siguiente, lo busqué en su aula. Me contó que ahora vivía con sus abuelos y que lo trataban mejor. Sus palabras reflejaban un alivio que no había sentido antes.

Esta experiencia me dejó profundas reflexiones. ¿Qué impulsa a un niño a buscar refugio en su maestro, antes que en un familiar? ¿Qué hace que confíe en alguien que, aunque cercano, no pertenece a su entorno inmediato? Tal vez sea la empatía, el apoyo incondicional, o el simple hecho de sentirse escuchado y comprendido.

Como maestros, llevamos una responsabilidad que trasciende el aula. Somos, para muchos, ese faro de esperanza en sus tormentas personales.

Ocurrió en el colegio CV un 20-05-2008.

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