MAMA MARGARITA, UNA GRAN ESCUELA…Por: Felipe Huamán Gutiérrez

La vida de doña Margarita fue una historia de lucha y sacrificio. Desde muy joven, el destino la ató a las arduas labores del campo, donde el sol implacable curtía su piel y sus manos se llenaban de grietas como testimonio de su entrega. No conoció la escuela, pues su infancia se desvaneció entre los surcos y el peso de las cosechas. Sin embargo, su ignorancia de letras no fue obstáculo para que, con una sabiduría innata, forjara un hogar donde el amor y la dignidad fueran el pan de cada día.

Con el correr de los años, la maternidad la convirtió en una guerrera incansable. Sus hijos, su mayor tesoro, fueron el motor que la impulsó a desafiar cada jornada extenuante. La faena en el campo no tenía horario fijo, y muchas veces la noche la sorprendía en el camino de regreso, con el cuerpo adolorido, pero con el corazón lleno de esperanza. Sabía que en casa la esperaban ojos ansiosos y estómagos vacíos. Ella, con la fortaleza de una leona, se las ingeniaba para que nunca faltara un plato en la mesa.

El estudio de sus hijos era su orgullo y su dolor. No podía ayudarlos con las tareas, pero se aseguraba de que cumplieran con ellas. Revisaba sus cuadernos con la devoción de quien inspecciona un tesoro, deslizando sus dedos callosos sobre las hojas escritas, imaginando en cada trazo el futuro que deseaba para ellos. Con frecuencia, encendía una vela y susurraba plegarias al cielo, pidiendo fuerzas para continuar y que la suerte que a ella le fue esquiva, les sonriera a sus pequeños.

El día de la clausura del año escolar era un evento esperado. Los niños se vestían con sus mejores ropas, listos para recibir sus diplomas, testigos de su esfuerzo y dedicación. Pero Margarita, como tantas veces, no pudo estar allí. El trabajo en el campo no daba tregua; la zafra del algodón requería de sus manos. Aquella tarde, mientras sus hijos subían al estrado con la ilusión en los ojos, ella doblaba la espalda entre las hileras de cultivo, arrancando con sus manos encallecidas los frutos de la tierra.

Cuando llegó a casa, exhausta y cubierta de polvo, sus hijos corrieron a mostrarle el diploma. Sus ojos, humedecidos por el cansancio y la emoción, recorrieron las letras impresas que no podía leer, pero que en su corazón entendía mejor que nadie. Lo acarició con ternura y, con un nudo en la garganta, besó las frentes sudorosas de sus pequeños. "Sigan adelante, hijos míos", les dijo con voz entrecortada. "El estudio es la puerta a un futuro mejor. Yo no pude, pero ustedes sí".

Los niños guardaron silencio. En su inocencia, no comprendían a cabalidad el sacrificio de su madre. No sabían que, mientras ellos celebraban en la escuela, ella luchaba contra el tiempo y la fatiga para que no les faltara lo esencial. Pero los años pasaron y, con la madurez, entendieron que el verdadero diploma aquel día no estaba en sus manos, sino en el corazón de Margarita, quien sin saber leer ni escribir, había dejado grabado en sus vidas la lección más valiosa: la del amor inquebrantable y el sacrificio silencioso de una madre.

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